Lo primero que hay que aclarar en estos casos es que los
culpables de un ataque terrorista son siempre y exclusivamente los que lo
perpetran.
De nada sirve echarle la culpa a un gobierno, a los
responsables de la seguridad o a los seguidores de una religión como en el caso
que nos ocupa: el terrorismo islámico.
Aunque la izquierda en bloque no tuviese empacho en culpar a
Aznar del 11M, se ha demostrado que como decía el antiguo presidente del
Gobierno, el terrorismo no hay que buscarlo ni en desiertos remotos ni en
montañas lejanas y puede cebarse con la población de cualquier ciudad del mundo
en cualquier momento.
Ahora bien. Algunos sí que tenemos miedo. Miedo por
nosotros, pero sobre todo por nuestros hijos.
Gritar como lema en las concentraciones de dolor posteriores
a un ataque terrorista que no se tiene miedo es absurdo, aunque quede muy bien
en los telediarios.
De hecho, el miedo es natural en el ser humano y
precisamente el terrorismo, como su propio nombre indica, busca sembrar el
terror y el pánico entre la ciudadanía para intentar doblegarla y amedrentarla.
Cuando pasen estos días, cuando no esté mal visto volver a
hablar de política, deberíamos analizar entre todos ciertos aspectos de la sociedad
española que dan pavor.
Deberíamos ser capaces de recuperarnos de este tremendo
mazazo, pero no con la intención de esperar al siguiente, sino con verdadero
propósito de enmienda y con la intención de buscar soluciones a esta lacra.
Habría que preguntarse si el terrorismo estaba en la hoja de
ruta de ciertos políticos catalanes desde que Carod Rovira, en un pacto
miserable con ETA, negoció que la banda asesina no atentase en Cataluña, pero
que continuase haciéndolo en el resto de España.
Hasta el momento del atentado de Barcelona, la mayoría de
políticos catalanes no han hecho otra cosa que hablarnos de lo mal que se
encuentran dentro de España, pero han ocultado sistemáticamente durante largo
tiempo que en Cataluña existe uno de los viveros más importantes de terrorismo
islámico y que la mayoría de las mezquitas salafistas existentes en España se
encuentran en suelo catalán.
Deberíamos también preguntarnos si la nefasta política de
inmersión lingüística catalana es la causante de que en cifras comparativas la
inmigración en Cataluña proveniente de países africanos sea mucho más elevada
que en otras zonas de España sucediendo lo contrario con población hispano-hablante.
La paranoia que se vive en Cataluña es tal, que es aceptado
que asociaciones e instituciones como Nous Catalans, comandada por personas muy
cercanas a ERC y a la extinta CiU, no tengan el más mínimo pudor a la hora de
integrar en Cataluña a todo aquel que tenga simpatía por el ideario
independentista.
Por supuesto, tendríamos que apostar por aumentar la
seguridad en nuestras calles, pero también por medidas que muchos sectores de
la sociedad condenarían por culpa del buenismo imperante que nos tiene
amodorrados en el sofá de casa cantando el Imagine o encendiendo velas para
llorar a nuestros compatriotas asesinados.
El cierre de las mezquitas fundamentalistas y la expulsión
de sus imanes debería ser la primera.
La expulsión de Europa de quienes muestren su apoyo al
fundamentalismo islámico, endurecimiento de las penas llegando a la cadena
perpetua para los yihadistas o intervenciones militares contra el Estado
islámico tampoco son medidas a desechar como un cambio drástico en nuestra
política sobre refugiados.
Es curioso que quienes me criticarán por estas medidas son
los mismos que abogan por romper el Concordato con la Santa Sede, los mismos
que piden la libertad para gentuza como Alfon o los mismos que ignoran que en
países musulmanes se está persiguiendo a personas por el solo hecho de ser
cristianos. A esos perseguidos no les damos nadie la bienvenida con pancartas.
Uno de los efectos del atentado de Barcelona es que a muchos
ideólogos se les han caído los palos del sombrajo y su discurso se ha
derrumbado como un castillo de naipes.
No solo a la izquierda y a la progresía en general, sino a
los independentistas catalanes.
Esos mismos que hace unos días pedían disgregar y dividir,
ahora solo nos hablan de unidad y de remar todos en la misma dirección.
Hay muchas cosas que aclarar tras este atentado, también el
propio espíritu de la España de las Autonomías que ha permitido cesiones
intolerables a aquellas regiones con pretensiones de nación y ha transferido competencias
que solo debieran estar en manos del Estado central o ha considerado factible
la creación de policías autonómicas y diplomacias paralelas de dudosa utilidad.
Pero el separatismo, al igual que el radicalismo islámico no
se combate con concesiones ni con subvenciones ni ayudas que solo buscan
apaciguar las aguas.
El separatismo catalán quiere acabar con España y con la igualdad
entre españoles mientras que el radicalismo islámico persigue subyugar Europa y
convertirla en una teocracia regida por la Sharia o ley islámica.
Esto ha sido así desde hace siglos, desde que España
guerreaba contra el Gran Turco y Cervantes y los Austrias lo tenían claro
entonces, pero Occidente se ha debilitado tanto en un mar de complejos que aún
no nos hemos convencido de que estamos inmersos en una guerra a nivel mundial
que se libra en cualquier lugar, a veces utilizando como carro de asalto una
vulgar furgoneta.
Unos, nuestros enemigos, llaman a esta contienda Guerra
Santa o Yihad. Nosotros, los europeos aun no la hemos bautizado, pero nos va la
vida en ello comenzar a luchar.
Estoy contigo amigo , somos unos cómodos gilipollas y nos arrepentiremos de nuestra inoperancia
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